
Hay gente forofa de los cachivaches que se emplean en alpinismo y escalada. Personas absolutamente eruditas que conocen hasta la saciedad cada detalle de las descripciones técnicas de un producto, sabrían reproducir en sus propias casas los exámenes de resistencia —y otras características— que debe pasar cada artilugio para garantizar la total seguridad, han memorizado los números y nombres rocambolescos de las normas de la UE y de la UIAA, se estudian las homologaciones y certificaciones asociadas a determinado gadget. No vengo a hablar de esas personas.
De hecho, no vengo a hablar de personas. De ninguna persona.
Vengo a hablar de objetos.

Gilles Deleuze —¡trampa: digo que no voy a hablar de personas y lo primero que hago es citar a una!—, reflexionando sobre la cultura en la famosa entrevista —conocida como El Abecedario— que le hace Claire Parnet a finales de los ochenta, dice lo siguiente:
“En cierto modo, yo no creo en la cultura, pero sí creo en los encuentros, y los encuentros no se hacen con gente. La gente siempre cree que los encuentros se hacen con gente, y eso es terrible. Esto forma parte de la cultura: los intelectuales se encuentran entre ellos, esa marranada de los debates, toda esa, en fin, infamia. Pero los encuentros no se hacen con la gente, se hacen con cosas[…].”
En un mundo redsocializado en el que la identidad de cada quien parece quedar subrayada a través de la proliferación de perfiles aparentemente diferentes y singularísimos, los objetos pierden fuelle. Pensaréis que esta frase que acabo de escribir es falsa, porque cada vez dependemos más de cacharros como los móviles y toda la gama de smart-cosas. Bien. Aquí soy radical: eso no son cosas. Son cosas-humanizadas. Cosas que huelen a humano, demasiado humano. ¿Y acaso cualquier instrumento —por ejemplo, un martillo— no es humano también, demasiado humano? Pues sí, es verdad. Este texto no está exento de peligrosos resquicios de duda y fallo. No obstante, reincido en mi apuesta-hipótesis: los objetos hoy son más humanos que nunca. Existe una posesión de los objetos por parte de lo humano. De manera que parece imposible encontrarse con los objetos, como dice Deleuze. Vayamos a donde vayamos, nos tropezamos con la humanidad.

Propongo, por lo tanto, volver en el análisis a un animismo de los objetos, de aquellos más insulsos: una cuerda, por ejemplo. Y en lugar de dotar de características humanas a la cuerda —es decir, en lugar de antropomorfizarla (lo que no quiere decir que neguemos su origen socio-histórico)— para hablar de sus virtudes en la montaña y del vínculo intensísimo e intimísimo que nos puede llegar a unir a ella, afirmemos la objetualidad de la cuerda. J. R. R. Tolkien en un texto titulado “Sobre los cuentos de hadas”, afirma que el problema de la crítica literaria demasiado encariñada con el teatro y las artes escénicas es que prefiere los personajes a los objetos. A Deleuze tampoco le gustaba el teatro, por cierto. Quizás sea por el mismo motivo: porque los personajes y la psicologización de los sucesos arrastran fuera del tablero a los objetos y sus acciones.
¿Los objetos y sus acciones? ¡Está loca! ¡Los objetos no hacen cosas! ¡Son las personas las que hacen cosas con los objetos!
¡Veo el órdago y envido!
Bruno Latour, en su libro «Ensamblar lo social. Una introducción a la teoría del actor-red» defiende que la sociología no puede circunscribirse a entender lo social únicamente afirmando la existencia de fuerzas sociales. La agencia no está en lo humano solamente, sino que se distribuye entre los diferentes actores humanos y no-humanos. Los objetos, pues, hacen cosas. Participan de la acción no solo como causas o determinantes, sino como actores de pleno derecho.

Y con toda esta chapa, ¿a dónde quiere ir a parar la tía esta? Os preguntaréis. Muy fácil. La próxima vez que escuchéis en un debate de los de siempre la dichosa frase de “yo escalaba eso con bota dura” y veáis que las nuevas generaciones de fornidas y fornidos escaladores ponen los ojos en blanco y resoplan de aburrimiento —embutidos y embutidas en pies de gato asimétricos y más curvos que la garra de un buitre— ante las batallitas del abuelo Cebolleta, pensad que en esas palabras hay un resquicio de animismo. Que, pese a la lucha fanfarrona entre héroes y heroínas de diferentes quintas, se atisba una idea alegre: que parte de la escalada no la realiza el sujeto —la persona que se cuelga medallitas y saca pecho por sus logros—, sino las botas o los pies de gato. Que los objetos escalan. Y que el protagonismo no lo tienen los sujetos en exclusiva. Que la frase “yo escalaba eso con bota dura”, no dice cosas sobre el “yo” únicamente, sino también sobre las botas. Y que ese “con” implica compañía. Que escalaban los dos: el “yo” y el par de botas, aunque puede que no realizaran el mismo tipo de acciones, puede que las acciones no fueran de la misma naturaleza. Pero ambos agentes participaban en la tarea de escalar; cada cual, a su manera.
Quizás, afirmar los objetos sirva para abrir una pequeña fisurita sobre la superficie de los pedestales en los que viven los ídolos. Quién sabe.
¿Cuánto de la escalada no depende del sujeto? ¿Cuántas fuerzas híbridas humanas/no-humanas entran en juego? ¿El trabajo de cuántas personas arrastra el encadenamiento que realiza un cuerpo determinado?
La soledad no existe. Nos sostienen muchas cosas.