
Uno de los rincones de la Pedriza, Comunidad de Madrid. / © Olga Blázquez Sánchez.
En uno de los pasajes de su libro titulado Las montañas de la mente, Robert Macfarlane afirma lo siguiente:
Así pues, las montañas son en realidad producto de una colaboración entre la forma física del mundo y la imaginación humana: las montañas de la mente. Y la actitud de las personas respecto a las montañas tiene muy poco o nada que ver con la roca y el hielo que son en sí mismas. Las montañas no son más que accidentes geológicos. No matan ni agreden deliberadamente: toda propiedad emocional que posean les es adjudicada por la imaginación humana.
A lo largo de todo el libro, Macfarlane va dando cuenta del modo en el que los diferentes contextos históricos han dado lugar a formas históricamente determinadas de vincularse a los entornos montañosos. El autor inserta en contextos absolutamente materiales y sociales las diferentes formas de imaginación que se han venido desarrollando con el paso del tiempo. La forma en la que pensamos y sentimos las montañas está influida por el caldo de cultivo cultural, científico, técnico de cada período y, a la vez, la propia imaginación que surge de cada coyuntura ejerce presión sobre el propio medio, sobre el monte. Lo “obliga” a aparecer ante la mirada colectiva de una manera concreta e intersubjetiva; y, en consecuencia, obliga a los cuerpos a habitar el paisaje también de un modo concreto y específico, propio de “este” instante.
Por lo tanto, todas las montañas son, en cierto modo, ficticias. Todas son el resultado de la relación simbólica e imaginaria —aunque no por ello menos material— que establecemos con ellas. Las montañas, lejos de ser solamente amontonamientos geológicos, se configuran en las comunidades humanas como nodos de significados y emociones. Nociones como la libertad, el riesgo, la exposición, la comunión con la naturaleza, la lucha o la supervivencia —entre otras posibles— han estado distribuidas en los imaginarios a lo largo de la historia y del espacio de formas diversas. O, dicho de otro modo, dichas nociones han cobrado más o menos protagonismo dependiendo de la época y de las coordenadas. Por lo tanto, aquello que pensamos y sentimos puede ser estudiado no solo atendiendo a las particularidades físicas del cuerpo y del entorno, sino también analizando la evolución cultural y simbólica de las sociedades. Ambos polos están íntimamente ligados.

Recortes de Gredos. / © Olga Blázquez Sánchez.
La literatura de montaña es uno de los ámbitos en los que mejor se observa el desarrollo de las diferentes formas de subjetividad asociadas a las montañas. Lo que se considera “calidad literaria” dentro de este subgénero está inevitablemente condicionado por las formas de mirar —las perspectivas— que están presentes en cada momento. La literatura es al mismo tiempo determinada por el imaginario colectivo y también contribuye a su reproducción. Obviamente, siempre existen fugas —que son también colectivas— en los imaginarios, aproximaciones a las montañas que tuercen la mirada y arrojan nuevas hipótesis.
La literatura de montaña, incluso cuando narra acontecimientos reales que acaecen en montañas reales, implica una profunda dosis de construcción ficticia. Narramos las montañas desde los postulados de la mente. Por eso, es interesante considerar qué ocurre si nos situamos en el lugar opuesto. ¿Qué ocurre si observamos las montañas ficticias de los libros de fantasía?
Cuando me planteé esta pregunta rápidamente acudió a mi memoria El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien debido al protagonismo que tienen en la trilogía las montañas, todas ellas inventadas por el autor. Las descripciones de esas montañas inventadas —como por ejemplo, la del pico Caradhras y las de las Montañas Nubladas— no difieren mucho de las descripciones que podemos encontrar al leer una novela en la que se relatan sucesos acontecidos en el Everest, en buena medida, porque las montañas fantásticas también son el resultado de las posibilidades que el imaginario colectivo de cada tiempo pone sobre la mesa:
A medida que aumentaba, la luz iba descubriendo un mundo silencioso y amortajado. Desde la altura del refugio se veían abismos informes y jorobas y cúpulas blancas que ocultaban el camino por donde habían venido; pero unas grandes nubes, todavía pesadas, amenazando nieve, envolvían las cimas más altas.

Portada del segundo tomo de la trilogía El Señor de los Anillos, de J. R. R. Tolkien (Ediciones Minotauro, reimpresión de diciembre de 1988) con una ilustración del bosque de Fangorn realizada por el propio autor. / © Olga Blázquez Sánchez
Por supuesto, se podría decir que lo que sucede es que el mundo creado por J. R. R. Tolkien es sistemático y verosímil, tiene una lógica interna tan bien estructurada que nos permite asimilar con facilidad aquello que nos cuenta en tanto que configura un universo sólido. No obstante, lo que cabría preguntarse en esta ocasión es si no vivimos a cada instante en un universo fantástico, lleno todo él de relatos e imaginaciones consistentes —y algunas veces contradictorias también—. Cabría preguntarse si lo que nos parece verosímil nos lo parece porque percibimos su calidad a la hora de configurar un mundo atado y bien atado o porque está de acuerdo con todas esas ideas que ya rondan por nuestros propios imaginarios previamente. ¿Podemos imaginarlo todo? ¿Nos gusta imaginarlo todo? ¿O solo podemos y nos gusta imaginar lo que se lleva bien con las imaginaciones que ya están en marcha en nuestras mentes con anterioridad? No sé resolver esta cuestión. Comparto mi duda contigo, que estás al otro lado de estas líneas.